La crítica de arte para Oscar Wilde

“La diversidad de opiniones sobre una obra de arte indica que la obra es nueva, compleja y vital. Cuando los críticos difieren, el artista está de acuerdo consigo mismo.”

Oscar Wilde

Hay un pequeño ensayo de Oscar Wilde, llamado «El Crítico y su material», que me fascina. En él, defiende la importancia de la crítica y su capacidad para influir en la percepción que tenemos de una obra de arte.

Además de una de las figuras más sobresalientes de su época, conocido por su ingenio y su irreverencia, Oscar Wilde fue un pensador visionario que defendió la crítica como una disciplina independiente, subrayando su papel esencial en el proceso creativo.

El brillante autor afirma que la crítica es un arte en sí misma, ya que puede crear un nuevo material artístico a partir de la obra que evalúa. También indica que, debido a la capacidad de discernir entre las obras valiosas y las que carecen de valor, la crítica puede influir en la época en la que se produce, despertando el interés y la receptividad hacia nuevas corrientes expresivas.

Para Wilde, el arte tiene como propósito la emoción por la emoción, mientras que la vida y la sociedad tienen como propósito la emoción para la acción. Y —porque puede expresar cualquier sensación y despertar cualquier emoción— el arte se convierte en la forma última de verdad que experimentamos. Una verdad que nos es revelada, en parte, por la crítica.

En cuanto a la reflexión de Oscar Wilde, es la siguente:

El Crítico y su material

¿A quién le importa si las opiniones del Sr. Ruskin sobre Turner son acertadas o no? ¿Qué importa eso? Esa poderosa y majestuosa prosa suya, tan férvida y tan ardiente en su noble elocuencia, tan rica en su elaborada música sinfónica, tan segura y certera, en el mejor de los casos, en la sutil elección de palabras y epítetos, es una obra de arte tan grande como cualquiera de esas maravillosas puestas de sol que se blanquean o se pudren en sus corruptos lienzos de la Galería de Inglaterra.

Más grande, de hecho, se tiende a veces a pensar, no sólo porque su belleza sea más duradera, sino por la mayor variedad de su atractivo, porque el alma le habla al alma en esas largas líneas cadenciosas, no sólo mediante la forma y el color —aunque a través de ellos, ciertamente, completamente y sin pérdida— sino con la expresión intelectual y emocional, con la exorbitante pasión y con el pensamiento más elevado, con la perspicacia imaginativa y con el objetivo poético más grande —siempre pienso— también porque la Literatura es el arte mayor.

Joseph Mallord William Turner: Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste (1844) óleo sobre lienzo, National Gallery, Londres. crítica
Joseph Mallord William Turner: Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste (1844) óleo sobre lienzo, National Gallery, Londres.

Por otra parte, ¿a quién le importa si el Sr. Pater ha puesto en el retrato de Mona Lisa algo que Leonardo nunca llegó a soñar? Puede que el pintor sólo fuera esclavo de una sonrisa arcaica, como algunos han imaginado, pero cada vez que entro en las frías galerías del Palacio del Louvre y me detengo ante esa extraña figura “sentada en su silla de mármol en ese circo de rocas fantásticas, como en una tenue luz bajo el mar”, murmuro para mis adentros:

“Es más vieja que las rocas entre las que está sentada; como el vampiro, ha muerto muchas veces y ha aprendido los secretos de la tumba; ha buceado en mares profundos y guarda el día de su caída con ella, traficando por extrañas telarañas con mercaderes orientales; como Leda, fue la madre de Helena de Troya y como Santa Ana, la madre de María; todo esto no ha sido para ella más que el sonido de liras y flautas y sólo vive en la delicadeza que ha moldeado las cambiantes líneas y teñido los párpados y las manos”.

Y le digo a mi amigo: “La presencia que de forma tan extraña se eleva a la par que las aguas, expresa lo que a lo largo de milenios el hombre ha llegado a anhelar». Él me responde: “La suya es la cabeza sobre la que se posan todos «los confines del mundo» y sus párpados están un poco cansados”.

Y así, el cuadro se nos vuelve más maravilloso de lo que realmente es y nos revela un secreto del que, en verdad, no sabe nada; la música de la prosa mística es tan dulce a nuestros oídos como lo era aquella música de flautista que prestaba a los labios de La Gioconda sus curvas sutiles y venenosas.

Leonardo da Vinci: La Gioconda o Monna Lisa (1503-19) óleo sobre tabla, Museo del Louvre, París. crítica de arte
Leonardo da Vinci: La Gioconda o Monna Lisa (1503-19) óleo sobre tabla, Museo del Louvre, París.

¿Me preguntas qué habría dicho Leonardo si alguien le hubiera dicho de este cuadro que “todos los pensamientos y la experiencia del mundo habían grabado y moldeado en él todo su poder para refinar y hacer expresiva la forma exterior, el animalismo de Grecia, la lujuria de Roma, el ensueño de la Edad Media con su ambición espiritual y sus amores imaginativos, el retorno del mundo pagano, los pecados de los Borgia”?

Probablemente, habría respondido que no había contemplado ninguna de estas cosas, sino que simplemente se había preocupado de ciertas disposiciones de líneas y masas, así como de nuevas y curiosas armonías de colores azules y verdes.

Por eso mismo, la crítica que he citado es una crítica del más alto nivel. Trata la obra de arte sólo como un punto de partida para una nueva creación.  No se limita —supongámoslo, al menos por el momento— a descubrir la verdadera intención del artista y a aceptarla como definitiva.

Y en esto tiene razón, pues el significado de cualquier cosa bella creada reside tanto en el alma de quien la contempla, como en el alma de quien la forjó. Además, es más bien el observador quien otorga a lo bello sus innumerables significados y lo hace maravilloso para nosotros, situándolo en una nueva relación con la propia época, de modo que se convierte en una parte vital de nuestras vidas y en un símbolo de aquello por lo que rezamos, o quizá de aquello que, habiendo rezado, tememos recibir.

— Oscar Wilde en El Crítico como Artista

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